sábado, 5 de julio de 2008

CRONICAS INDELEBLES





ALEGORIA DE UNOS HOMICIDIOS.



A la hora de la siesta en el campo encontramos una laucha y la molimos a palos, unos sapos no tuvieron un fin desigual. Habíamos ido hacia el valle donde se posan los grillos a cantar y llegamos al oblicuo zanjón donde forcejeaban las ranas.


Cazamos algunas como animales desquiciados y hambrientos que somos. Las bolsas de nylon eran, en algunas oportunidades, el fúnebre destino de los bichos.



Los dos niños y yo, también niño, corrimos hacia allá, detrás de la granja. Mutilamos a los invertebrados, medio por afán y otro poco por investigación; y los incendiamos en una fogatita contra una pared derrumbada con unos fósforos que habíamos robado de la cocina de la tía. Esta historia no tendría mucho sentido si no fuera por la indiscriminada matanza que llevamos a cabo, siendo cien por ciento ignorantes de que lo que hacíamos no tenia un visto bueno ya que parecíamos los pioneros nazis de aquel lugar. O milicos desequilibrados que adoraban lapidar.


Pero no, a pesar de nuestra mugida diversión éramos solo niños que se estaban divirtiendo.


Para mi todo se había comenzado a trastornar cuando el niño que vivía en la granja nos había dirigido hacia el gallinero y, luego de quemar un panal de avispas que se encontraba prendido al techo de chapa, nos propuso torturar una gallina.


El niño que restaba era mi primo, siempre tan intrépido, elocuentemente respondió a la oferta del otro y de un salto se puso a correr a la gallina mas grande del lugar. Yo hice un paso para el costado y salí corriendo del galpón hacia los yuyales.


Algo tenebroso me perseguía, tenía las manos mezcladas de barro y sangre que no era mía; no lograba desabitarme el pensamiento que repetía en mí la inocencia de aquellos animales y como, sin siquiera meditarlo, un juego de niños nos había convertido repentinamente en asesinos. Recuerdo que seguía corriendo y aún se escuchaba de lejos el llamado gritante de los otros que me invitaban al sacrilegio. Corrí, entonces, más rápido, inalcanzable, y lloraba.


Me recosté en la hierba del campo, sentía una tristeza que volaba entre los pájaros y alucinaba que estos, practicando un caída libre se me tirarían encima vengando las almas de los otros animales. Pero no sucedió.


Mecánicamente comprendí que los animales tienen mayor conocimiento del perdón que los humanos. Y detrás de esa reflexión me sorprendí atestiguando que los animales son más sabios que los hombres.



No voy a apelar al recurso literario de decir que me dormí debajo de la copa de un árbol porque no fue así, pero el tiempo que paso había sido bastante, quizás una hora. Me había puesto un yuyito entre los dientes. Había acariciado el pasto, había adorado el sol, había tratado de reconciliarme. Si, aquello había sido una especie de reconciliación con todo lo que había sobornado y desojado esa tarde.



Ahora, en el regreso a la granja, un aura de tranquilidad me acompañaba. Volvía con la cabeza gacha. Pase por el gallinero, había rastros de sangre, plumas y un cuchillo mal afilado clavado en un tronco que servia de columna.


A la vuelta de la huertita todavía ardían los ladrillos que formaban una especie de horno donde se incineraron a los batracios y un humo repugnante invadía aquel corral abandonado.


Detrás de la ligustrina, entre la leña y el hacha, un trozo de roble cortado, que hacia de base para trozar la madera, exponía el cadáver de la temible lauchita que matamos carnaval mente.


Luego de avistar el terror me siguió un suspiro de coraje y de asimilación. Había comprendido mi maldad, pero igual me seguía el castigo.


No se si los dije, pero era la hora de la siesta y por lo general el ruido o los sonidos del lugar se presentan como un liquido que cae desde algún lado. Y así, el oído es el receptor de una cosa sórdida, lejana y constante que uno no retiene concientemente.


Toda esa cosa mojada y hundida que me entraba por los tímpanos se quebró cuando algo, según el dicho, estaba gritando como un marrano. A aquel aullido de infarto le siguió la risa y el festejo macabro de los niños.


Atravesé un empedrado, corte camino por el patio de los caseros, esquive la hamaca de Guillermina, una nena muy bonita hija de Don José el cuidador del campo y frené contra un ombú medio caído que estaba al lado del tallercito de donde salían los gritos.


El tallercito le decían a aquel lugar… yo me había inventado un lugar donde se arreglaban cosas, pero no… Asomé la cabeza, mi primo y el otro se tiraban de los pelos, se peleaban riendo como embriagados por una sustancia corrosiva que bailaba por el aire. Don José también tenia cara de goce y dureza, le hablaba a Felipe, su hijo menor, que parecía no disfrutar del acontecimiento.


La mano del viejo José se alzó con una cuchilla que despedía grasa y sangre coagulada como si fuese el instrumento definido para la carne y la muerte.


Mis ojos se abrieron de miedo, pensé que la cuchilla me miraba y que el relumbrón detrás de la muerte seca que irradiaba, me invitaba a la fiesta. Los niños me vieron


asomado en la puerta y con los ojos puestos en el filo. Sin darme cuenta me tomaron del brazo succionándome en su juego.


Ahora lo miro a la distancia, parecía un ritual del ku klux klan o algo por el estilo.


El cerdo aún estaba vivo e ileso atado de las cuatro patas a dos palos de quebracho que se mantenían verticales y paralelos en el medio del tallercito.


El animal se retorcía. Nunca había visto a ningún ser luchar por su vida.


Los niños seguían más inquietos que antes. Don José miró hacia atrás y me sonrió preguntado si me gustaba la morcilla, yo creo que olfatee el origen del alimento y le negué con la cabeza.


Estaba desorientado. Felipe tenia transito en la mirada. Era un joven distraído había dicho Don José en el almuerzo, desconforme con su hijo.


-¡¡¡Agarra Felipe me cago en vos!!! Reprimió ahora otorgándole la navaja. Felipe despertó de mi mirada y mecánicamente, sin avistar cálculo, miró a su padre y ensartó el arma en el cuello del animalejo.


La tarde tuvo su aullido.


Las señoras mayores se levantaron de la cama y tomaron los bastones. Las cocineras dejaron el cigarrito y el mate y se pusieron los delantales. Los niños alucinaron con la sangre más de la cuenta y tuvieron que ir a vomitar y a llorar en el ropaje de sus madres.


Guillermina se hamacaba lento, aún con el envión del golpe que le di al juego del parque cuando pase corriendo.


La rata, los sapos y las gallinas entraban en el reino de Dios, abrazados.


La silueta que mi cuerpo dejo en el pasto, debajo del árbol, volvía a su estado natural gracias al viento.


Las avispas comenzaban a trabajar otra vez en un panal, en la esquina izquierda del techo del gallinero.


No había teléfonos ni vehículos y el viejo José se desangraba




El agente furtivo.


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