sábado, 5 de julio de 2008

CRÓNICAS INDELEBLES


LA SIRENA RESECA.



La estrategia que utilizaba era embadurnarse bien las manos, provocando así el estancamiento del enjuague cremoso entre sus arrugas digitales.
Este era un procedimiento eufórico. La anciana se frotaba las manos, friccionando vivazmente, desparramándose la crema hasta llegar, en algunas oportunidades, hasta sus antebrazos.
Yo sabía cuales eran los días en que mi abuela sobrellevaba en su mente un trastorno del color de la tierra, una difamación del cotidianísmo. En esos días, el proceso de humectación de mi abuela llegaba a su punto rojo.
Recuerdo estar sentado a la mesa larga de su comedor, y ver de pronto, como un salpique, su cuerpo minúsculo y encorvado, saltando y moviéndose eléctrico de aquí para allá en busca de la redentora crema glucosa.

Cuando al fin hallaba la salvación, daba un suspiro de tranquilidad, se sentaba a uno de mis costados y silenciosamente comenzaba a frotarse la piel de las manos. Yo no la miraba con mis ojos, sabia el acontecer de estos sucesos con mi nariz. El olor repugnante de esa pomada me hacia estar al tanto del procedimiento y de cada milímetro de piel-abuela recubierta.
Como contaba; yo sabía cuales eran los días en que mi abuela padecía un mal inoportuno de exageración y glotonismo. Estos días eran cuando ella encontraba su cosmético y se empezaba a frotar... y a frotar, letárgicamente.
Iniciaba por sus manos, luego sus antebrazos, luego sus hombros descubiertos de verano, su cuello; hasta donde le llegaba las manos; la espalda, y finalmente su rostro. Sus cejas muchas veces aglomeraban pequeñas porciones de la espesura olorienta; las arrugas de su cara eran agrias grietas como ríos llenos de esa licuosidad.
Realmente un despropósito de la higiene, pensaba yo. Cansado de sentir ese tufo tan significativo. Aquella emanación de anciana.

Una de las últimas veces que fui a la casa de mi abuela ella estaba sufriendo uno de esos días malignos y, abatido por la insufrible propiedad del hedor, le pregunte porque se inundaba con ese humectante tan asqueroso. Ella no supo que contestarme con palabras, pero su rostro, estirado y brilloso gracias a este dichoso lustre me demostró con una sonrisa de niña indefensa, su goce.
Mi abuela gozaba con deleite libidinoso untarse medio cuerpo y todo el rostro.

En cambio yo, nunca pude superar la gracitud que dejaba en el mate, en las sábanas de las camas del cuarto en el que yo dormía; en las llaves del baño, en el cerrojo de la puerta, en el dedal que utilizaba para coser. Todo, absolutamente todo, tenía esa propiedad de plastilina, esa lubricación grasosa que se siente en la línea de los labios.
Presumo hoy, a una severa distancias de aquellos acontecimientos, que mi abuela creía que envejecer era secarse. Tengo la seguridad que la vieja sentía desaguarse con el correr del tiempo.
Por eso la manía de asearse constantemente con aquel dichoso refrigerio para su cuerpo. La monomanía de sentirse siempre seca, de sentirse morir puede llegar a estar vinculada con sus sueños recurrentes de que era una sirena joven y bella, y por siempre mojada.
También sospecho que esta extravagancia puede estar ligada a resentimientos sexuales, o simples desdichas de la misma facción.

El Agente Furtivo.

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