sábado, 19 de julio de 2008

UN HOMBRE VIENE A BUSCARME. MI MADRE LO ATIENDE

No importa si Lucas esta escribiendo, entre igual, por las dudas no asome primero la cabeza, a veces arroja cuerpos filosos, primero asome un brazo, total si pierde un brazo tiene otro, pero cuidado al entrar, tenga prudencia, porque no ve ni oye, aspire el aire de su habitación, si siente mucho olor a tabaco ábrale las ventanas, hágame el favor, se va a ahogar un día y no se va a dar cuenta, esperemos que si se esta muriendo y justo esta escribiendo, cuente como es… la muerte digo…
Ahora, al subir las escaleras, trate de hacerlo con convencimiento. Le explico, él, en su nirvana literario siente que alguien llega, ya se, pareciera hacerlo a propósito, porque sigue ahí metido en la computadorita como un pavo, pero yo lo entiendo él esta creando, igual a veces mira pornografía lo he detectado en el historial de la maquina, y bueno… que se le va a hacer. Si, me tuve que poner de alumna y entender como se maneja ese aparato, algún control tengo que ejercer. Yo le explico, es que a veces, cuando escribe, le sale espuma por la boca y los ojos se le dan vueltas, yo creo que esta drogado, pero él no me contesta, analicé con aires de investigador toda su habitación y no encontré marihuana ni otras sustancias, yo creo que las mismas palabras lo dopan, que se yo… eso en nuestra época no pasaba, ¿no le parece?
Ahora si, si va a entrar llévele algún regalito, un atado de Camel, una copa de vino tinto o algo por el estilo, eso lo va a aflojar un poco. No se preocupe yo voy a estar detrás de usted en caso de que el animal se vuelva loco ¿entiende?
Es que es muy intolerante a veces. Le cuento, una vez a su hermana casi la mata, la chiquita entró y desconectó el cable del artefacto que utiliza para escribir, cuando yo subí a causa de los gritos, la había arrojado por el balcón y la chiquita se había agarrado como pudo quedando colgada, la rescaté y cuando nos dimos vuelta este estaba escribiendo de nuevo, como si nada hubiese sucedido ¿ a usted le parece?, pero que se le va a hacer, es mi hijo, a demás yo entiendo que todos tenemos nuestras mañas ¿o no?
Bueno… ahora que ya se descalzó, ¿tiene algún regalito?, bien, antes de tocar la puerta fíjese por el cerrojo, si lo ve vomitando flores frente a la pantalla, alégrese esta de buen humor, en cambio si lo ve vomitando fantasmas, aléjese lo mas rápido que pueda, salga de mi casa hacia la esquina, hay un teléfono público, llame a la policía.

DICCIONARIO ABIERTO EN EL HOGAR

Concupiscencia. No hay sinónimos.
Antípodas. No hay sinónimos.
Pandemonium. No hay sinónimos.
Amor: amor, cariño, pasión, adhesión, apego, afecto, ternura
Lúgubre: Dicese de la cara del matarife que vuelve a su hogar impregnado de sangre. Su esposa no sabe si es la de una vaca o la de su amante.
Artificio: Dicese de los banquetes de estofados y patas de pollos que la esposa del matarife cocina sonriente para convencer a su esposo de que sigue siendo fiel a sus manos grotescas, a su espíritu asesino, a su insolación de trabajador, a su cuchilla afiladísima.
Cataclismo: Dicese del quilombo que se armó en la casa del matarife cuando este encontró a su esposa con su amante
Hijos: No hay sinónimos.
Traición: No hay sinónimos.
Trauma: Herida.

lunes, 7 de julio de 2008

CANTA CARACOL CALLADO CARAJO CANTA CALLADO CARACOL

Caracol, me engañaste.
No tenías el mar dentro.
Caracol. Mudo caracol.
Me dijiste lo contrario.



Te tomaré y te enterraré en la arena negra de los que morirán en mis manos.

Vas a cantar caracol, pidiendo auxilio al agua salada que te expulsó de la profundidad.

No vendrá nadie caracol. Caracol caracolito, no vendrá nadie.

Tu estómago circular reventará.
Tu casa conoidal estallará


Arrancaré tu costra cruda.
Me la comeré caracol, cara al sol, y chorreará tu pendeja vida por mi pecho desnudo

Vas a morir caracol, por no cantar. Vas a morir. Tú y tus moluscos.

Serás la exageración de la muerte. Canta caracol o ya no habrá nada que envidiar.

Incendiare tu calcio pálido.

Canta ya caracol o el mar lamerá por última vez esta orilla.
Verás tu cuerpo de marfil, ensangrentado
Canta o extinguiré tu especie.
Ya lo verás.
Canta o destaparé la olla hirviendo en este mismo instante.

Por favor caracol, canta es la única manera de saber qué dice el océano.

De pronto, en un ángulo del tiempo, un sonido húmedo emanaba del caracol
Entonces, con una sonrisa anciana y cuadriplégica, el sordo escuchó.

CREPUSCULAR

Púrpura, el horizonte golpeaba en la frente del hombre a caballo.
Debía llegar a destino antes de que el día se cerrara por completo.
Su único corazón se cerraba. En cada cerrojo que se atrancaba apretaba los dientes como si un puñal le estuviera asesinando por dentro.
Solo se escapaba una lágrima que no percibía rodar por su rostro, hasta verla rebotar en el lomo húmedo del animal.

Había huido la madrugada anterior con una botella de grapa, una bolsa de tabaco, la pipa, la cuchilla y lo puesto.


El rostro trotaba maléfico, al compás de un cuerpo que parecía no pertenecerle; como si cargara con décadas de infelicidad, de agotamiento.




Venía, deduzco, de una desdicha, de una desventura; de una de esas cosas que uno piensa que nunca le pasaran.
Se dirigía, presumo, hacia su único corazón, sabiendo que permanecería clausurado.
Y golpearía sus puertas al llegar. Trataría de violentar con las manos y los dientes cada cerradura, pero no tendría herramientas, no tendría fuerzas; estaría cansado.
Y se tiraría resignado, luego de haberse rendido frente a la amargura de su corazón tapiado.
Ahora más desdichado y más agotado saldrían más de una lágrima de sus ojos.
Entonces mirará a su caballo. Reconocerá en su mirada a un compañero sin reparo, que persigue desquiciadamente las sombras que persiguen los hombres.

Un sabor a vainilla le recorrerá los labios; pensará en la mujer, en los mortales, en la vida y, nuevamente, fijara sus ojos en los ojos frutales del animal y advertirá una profundidad marrón, y alucinará con las arterias que se enroscan en aquel simétrico cuello.
¿Quién sabe cuantos soles por la mitad se atascarán en el horizonte mientras ellos se estudian los rostros cernícalos, y se cuentan todo, absolutamente todo?

La grapa y el tabaco se habrán acabado y el hombre también.

El animal no percibirá que una lágrima rueda por su rostro inhumano hasta verla caer en el polvo de la tierra.
Los días, presumo, seguirán concluyendo en aquel horizonte. El caballo también.

QUIEN ERES EN LA NOCHE

¿Quién eres en la noche, mujer? ¿Cuál de cuáles? ¿Cuál de todas?
Apareces y reapareces en nuestros cuerpos que se jalan, se tragan y se inhalan.
¿En quien te transformas, mujer? ¿En la noche? ¿En qué bestia? ¿En qué ser salvaje dependiente de la luna como un lobo?
Regresas, mujer, de entre los calabozos de telas y riendas. Mientras, el cielo se mueve escupiendo el hedor de los siglos sexuales que nos atraviesan.

Primero pareces salir de una espesura como lodo, como cemento fresco; algo que te detendrá. Pero mas tarde nadas como un pez, te zambulles en la piel estirada y sucumbida por la atmósfera.

¿Quién eres, la noche, mujer? ¿Qué fantasma femenino te interrumpe el cuerpo para aparecer frente a mí? ¿Con qué fatalidad te arrepientes de haberme dibujado con la mano? ¿Con qué conciencia inmunda me has salpicada de tu veneno y has hechizado mi forma, mi concepto, mi mirada?

¿Qué mujer te seduce, noche? ¿Qué piernas femeninas te fastidian las estrellas? Noche, eres tan viril como un hombre en celo. ¿Qué mujer camina por tu vía? ¿Cuál de cuáles? ¿Cuál de todas te roba la identidad para enmudecer mi instinto y castigarme en los calabozos de tela?

Ha de ser la mujer que una vez se vistió de día para encandilarme, ha de ser la misma que ha querido siempre empuñar el filo y clavar por delante mil veces mi sombra.
¿Quién eres en la noche, mujer? ¿Cómo te llamas mujer? ¿Qué fuerza o poder obedeces?
¿Obedeces, mujer?

sábado, 5 de julio de 2008

CRONICAS INDELEBLES

EL PRIMER VAMPIRO

Dos horas luego de pedir la cita entraba al consultorio.

Nos saludamos con el médico dándonos la mano apretada de caballero a caballero. Con la majestuosidad que caracteriza a estos profesionales, el doctor me preguntó qué me pasaba, cuál era la queja o el dolor que sentía.

Sin emitir palabra me senté y tomé un papel anotador y una lapicera del escritorio, y dibuje una lengua.

Tras mis veloces y simples trazos él se mantuvo en silencio aún sin entender de qué se trataba la cita.

Al finalizar, le pregunté, mostrándole el dibujo, cuál era la región en la lengua donde se sentía la sed. Los ojos del doctor se abrieron ejecutados por la rareza de mi consulta. Miró la hoja, volvió a mirarme y tragó una saliva espesa tratando de adivinar la respuesta como si ésta estuviera en la profundidad de su boca.

Esperó pensante los efectos de su búsqueda… y señaló.

-Aquí, me dijo, indicándome con la mina de su lápiz en mi dibujo, la parte trasera del músculo.

-Perfecto, le dije. -Usted sabe donde está la sed. Ahora… ¿puede decirme qué se siente?...

Intuí que el doctor había anulado el factor sorpresa que lo enmudeció en un primer momento, y ahora, más reflexivo y más curioso por el objetivo de mí consulta, me dijo:

-Se siente necesidad…

-¿Siente eso ahora?, le pregunté.

-Si. Me respondió sin vacilar.

-Bien… Hagamos de cuenta que entre usted y yo hay un vaso lleno de agua. Tome el vaso y beba. Le ordené.

El hombre me miró entrecerrando los ojos inciertos por la peculiaridad de este acontecimiento al que accedía sin titubeos.

Con un aspecto esotérico y cuidadoso dudó un instante y tomó el vaso imaginario, terminó de cerrar los ojos compungidos, y bebió echando la cabeza hacia atrás como tragándose todo el agua de un solo trago.

Al llegar al final del vaso, en ese instante en que la cabeza se recuesta, el hombre abrió los ojos hacia el techo como si hubiese entendido fugazmente todo.

Volvió la mirada al frente observándome, pasándose la lengua por los labios rasposos, lamiéndose y relamiéndose con talento felino, abriendo y cerrando la boca levemente; mirando el vaso, moviéndolo; intentando nuevamente vulnerarlo, ahora, ya mas exagerada y animalezcamente.

Perdiendo todo significado cabal de su prontuario profesional, el enajenado doctor se llevaba el vaso a su boca nuevamente y se inclinaba casi horizontalmente hacia atrás equilibrándose en las dos patas traseras de la silla, como si la gota rebelde de un denso néctar no quisiera deslizarse por el cuerpo del recipiente hacia la muerte viviente en su garganta. Ahora, el médico había perdido definitivamente la compostura.

Antes que aquella mutación, mezcla entre delantal blanco y roedor lunático se completara, le pregunté:

- ¿Doctor… qué siente?

El hombre me miró con desolación y violencia, tenía ojos de perro y un sudor le lubricaba la cara y deslucía su anterior formal presencia.

-SED, me respondió dolorosamente con una voz agrietada.

-¿Ahora entiende doctor, no puedo saciar mi sed, que me aconseja?

El médico lo supo todo, como si no hubiese falencias ni discriminación en la situación que se le había presentado.

Recomponiéndose del infortunio desajustó su corbata, e impostando la voz, imitando aquel porte que le era característico antes de esta cita, dijo:

-Siempre he dado la cura a mis pacientes, nunca le he faltado a ninguno de ellos, llevo años en esta profesión y nunca se me hizo una recriminación con respecto a mi trabajo, esta no será la excepción.

Y mientras él desenfundaba su cuello largo y húmedo de adentro de sus ropas, yo le sonreía, revelándole mi perfecta dentadura.

El agente furtivo

CRONICAS INDELEBLES





ALEGORIA DE UNOS HOMICIDIOS.



A la hora de la siesta en el campo encontramos una laucha y la molimos a palos, unos sapos no tuvieron un fin desigual. Habíamos ido hacia el valle donde se posan los grillos a cantar y llegamos al oblicuo zanjón donde forcejeaban las ranas.


Cazamos algunas como animales desquiciados y hambrientos que somos. Las bolsas de nylon eran, en algunas oportunidades, el fúnebre destino de los bichos.



Los dos niños y yo, también niño, corrimos hacia allá, detrás de la granja. Mutilamos a los invertebrados, medio por afán y otro poco por investigación; y los incendiamos en una fogatita contra una pared derrumbada con unos fósforos que habíamos robado de la cocina de la tía. Esta historia no tendría mucho sentido si no fuera por la indiscriminada matanza que llevamos a cabo, siendo cien por ciento ignorantes de que lo que hacíamos no tenia un visto bueno ya que parecíamos los pioneros nazis de aquel lugar. O milicos desequilibrados que adoraban lapidar.


Pero no, a pesar de nuestra mugida diversión éramos solo niños que se estaban divirtiendo.


Para mi todo se había comenzado a trastornar cuando el niño que vivía en la granja nos había dirigido hacia el gallinero y, luego de quemar un panal de avispas que se encontraba prendido al techo de chapa, nos propuso torturar una gallina.


El niño que restaba era mi primo, siempre tan intrépido, elocuentemente respondió a la oferta del otro y de un salto se puso a correr a la gallina mas grande del lugar. Yo hice un paso para el costado y salí corriendo del galpón hacia los yuyales.


Algo tenebroso me perseguía, tenía las manos mezcladas de barro y sangre que no era mía; no lograba desabitarme el pensamiento que repetía en mí la inocencia de aquellos animales y como, sin siquiera meditarlo, un juego de niños nos había convertido repentinamente en asesinos. Recuerdo que seguía corriendo y aún se escuchaba de lejos el llamado gritante de los otros que me invitaban al sacrilegio. Corrí, entonces, más rápido, inalcanzable, y lloraba.


Me recosté en la hierba del campo, sentía una tristeza que volaba entre los pájaros y alucinaba que estos, practicando un caída libre se me tirarían encima vengando las almas de los otros animales. Pero no sucedió.


Mecánicamente comprendí que los animales tienen mayor conocimiento del perdón que los humanos. Y detrás de esa reflexión me sorprendí atestiguando que los animales son más sabios que los hombres.



No voy a apelar al recurso literario de decir que me dormí debajo de la copa de un árbol porque no fue así, pero el tiempo que paso había sido bastante, quizás una hora. Me había puesto un yuyito entre los dientes. Había acariciado el pasto, había adorado el sol, había tratado de reconciliarme. Si, aquello había sido una especie de reconciliación con todo lo que había sobornado y desojado esa tarde.



Ahora, en el regreso a la granja, un aura de tranquilidad me acompañaba. Volvía con la cabeza gacha. Pase por el gallinero, había rastros de sangre, plumas y un cuchillo mal afilado clavado en un tronco que servia de columna.


A la vuelta de la huertita todavía ardían los ladrillos que formaban una especie de horno donde se incineraron a los batracios y un humo repugnante invadía aquel corral abandonado.


Detrás de la ligustrina, entre la leña y el hacha, un trozo de roble cortado, que hacia de base para trozar la madera, exponía el cadáver de la temible lauchita que matamos carnaval mente.


Luego de avistar el terror me siguió un suspiro de coraje y de asimilación. Había comprendido mi maldad, pero igual me seguía el castigo.


No se si los dije, pero era la hora de la siesta y por lo general el ruido o los sonidos del lugar se presentan como un liquido que cae desde algún lado. Y así, el oído es el receptor de una cosa sórdida, lejana y constante que uno no retiene concientemente.


Toda esa cosa mojada y hundida que me entraba por los tímpanos se quebró cuando algo, según el dicho, estaba gritando como un marrano. A aquel aullido de infarto le siguió la risa y el festejo macabro de los niños.


Atravesé un empedrado, corte camino por el patio de los caseros, esquive la hamaca de Guillermina, una nena muy bonita hija de Don José el cuidador del campo y frené contra un ombú medio caído que estaba al lado del tallercito de donde salían los gritos.


El tallercito le decían a aquel lugar… yo me había inventado un lugar donde se arreglaban cosas, pero no… Asomé la cabeza, mi primo y el otro se tiraban de los pelos, se peleaban riendo como embriagados por una sustancia corrosiva que bailaba por el aire. Don José también tenia cara de goce y dureza, le hablaba a Felipe, su hijo menor, que parecía no disfrutar del acontecimiento.


La mano del viejo José se alzó con una cuchilla que despedía grasa y sangre coagulada como si fuese el instrumento definido para la carne y la muerte.


Mis ojos se abrieron de miedo, pensé que la cuchilla me miraba y que el relumbrón detrás de la muerte seca que irradiaba, me invitaba a la fiesta. Los niños me vieron


asomado en la puerta y con los ojos puestos en el filo. Sin darme cuenta me tomaron del brazo succionándome en su juego.


Ahora lo miro a la distancia, parecía un ritual del ku klux klan o algo por el estilo.


El cerdo aún estaba vivo e ileso atado de las cuatro patas a dos palos de quebracho que se mantenían verticales y paralelos en el medio del tallercito.


El animal se retorcía. Nunca había visto a ningún ser luchar por su vida.


Los niños seguían más inquietos que antes. Don José miró hacia atrás y me sonrió preguntado si me gustaba la morcilla, yo creo que olfatee el origen del alimento y le negué con la cabeza.


Estaba desorientado. Felipe tenia transito en la mirada. Era un joven distraído había dicho Don José en el almuerzo, desconforme con su hijo.


-¡¡¡Agarra Felipe me cago en vos!!! Reprimió ahora otorgándole la navaja. Felipe despertó de mi mirada y mecánicamente, sin avistar cálculo, miró a su padre y ensartó el arma en el cuello del animalejo.


La tarde tuvo su aullido.


Las señoras mayores se levantaron de la cama y tomaron los bastones. Las cocineras dejaron el cigarrito y el mate y se pusieron los delantales. Los niños alucinaron con la sangre más de la cuenta y tuvieron que ir a vomitar y a llorar en el ropaje de sus madres.


Guillermina se hamacaba lento, aún con el envión del golpe que le di al juego del parque cuando pase corriendo.


La rata, los sapos y las gallinas entraban en el reino de Dios, abrazados.


La silueta que mi cuerpo dejo en el pasto, debajo del árbol, volvía a su estado natural gracias al viento.


Las avispas comenzaban a trabajar otra vez en un panal, en la esquina izquierda del techo del gallinero.


No había teléfonos ni vehículos y el viejo José se desangraba




El agente furtivo.


CRONICAS INDELEBLES



LA INUTILIDAD DE LOS LIBROS Y LA TORPEZA DE LOS LECTORES.


Descubrí a Borges cuando vi que alguien rayaba un libro sin ningún tipo de prudencia, y atente contra su hecho con un grito indignado. Nunca me atreví si quiera hacerle una rayita con lápiz a alguno de mis libros. Peor aún, ese libro que aquella persona rayaba contenta y desmesuradamente, era mío. Ante mi juicioso manifiesto la persona alegó que Borges decía que los libros están para rayarlos, sino sufrirían el desatinado destino de creerlos muertos y nunca jamás leídos.

Fue entonces cuando me percate de una sensación recurrente en mí a la hora de tener un libro en la mano. Siempre, una histeria de tinta por nacer se me daba cuando leía un libro, por eso también creo que nunca pude terminar de leer casi nada, o tardar mil años en leer lo poco que leí, ya que cada vez que me proponía leer unas frases de Benedetti, Girondo y demás escritores, un cúmulo de inspiración me golpeaba las puertas y entonces era yo, ahora, el que se lanzaba sobre hojas en blanco, muchas veces ornamentadas con frases insulsas y otros tipos de incoherencias. Esto, creo, pudo haber sido de otra forma si desde un principio hubiese tenido el tupe de rayar con pensamientos, anotaciones respectivas a alguna frase, o simplemente el subrayado de alguna idea o aforisma que me gustara, alguno de mis libros.

Paralelamente esa tarde, en la que uno de mis libros había sido humillado con trazos azules y zigzagueantes, me obsequiaron dos nuevos libros de edición, con tapa dura, imágenes en colores y la mejor calidad en papel. Estos, ahora me revolvían las vísceras. Al verlos, asumí el gran valor monetario de aquellos libros; es que todavía no podía extirpar de mi, aquel entupido concepto conservador de que los libros no se rayan, se cuidan y se preservan.

Como los tome, los deje en la siniestra vitrina de los libros muertos.

Aquí viene lo que he querido contarles. Más tarde esa misma noche, como una señal inaudita de alguien o algo que reconocía mi histórica necesidad de rayar libros, me encontré con una vieja edición de El Informe de Brodie de Jorge Luis Borges.

La publicación era de los setenta y estaba algo descuidada. Arreglé un poco las tapas, lo encolé, y mientras lo recauchutaba sentía lo que debe haber sentido Gepeto cuando creaba a pinocho. Y de un momento a otro ahí estaba, nuevito de nuevo, listo para ser estudiado, leído, reflexionado. Pero sabia, había entendido que aquello no le concedería vida a aquel montaje de verbos y sustantivos.

Me contuve.

Me contuve un día o dos llevándolo en el bolso como un cadáver portátil al que se lo podía revivir en cualquier momento, en cualquier parada. Por cualquier causa lo único que se necesitaba era leer un fragmento y si de verdad, con verdadera sensatez ocurría, rayarlo… rayarlo escuchando unos violines de pájaros, con una sonrisa ilustre mirarle a los ojos. Como un hijo cuando nace.

Para calmarme había comprado doce pesos de caramelos de menta. Habitualmente fumo, pero respeto los espacios públicos.

Llegamos a Moreno, me faltaba mas de la mitad del viaje aún, cuando una mujer se sentó al lado mío en el asiento.

No había pasado mucho tiempo, es mas creo que el colectivo aún estaba estacionado en la parada, cuando la mujer desenfundó de un bolso de cuerina horrendo una revista de chimentos. Primeramente no le di importancia hasta que después de cuatro o cinco artículos que supe que leía, desenvainó una lapicera.

Me paralice inmediatamente, me recorrió un frío de cristal por las neuronas pegadas a la ventanilla.

La mujer sin ningún tipo de escrúpulos se puso a hacer un crucigrama.

Un sentimiento parecido al que sentí cuando me habían rayado mi libro me recorría ahora con más destiñe. Realmente sentía agonizar.

Un impulso de ira estiró mis brazos hacia la mochila, especie de tumba, que contenía la calavera exquisita de la literatura.

Respire profundo, comencé con “La Intrusa”, primer cuento de este libro, pero nada. Lastimosamente nada me promovía salvarlo de la vanidad de los libros muertos.
(la intrusa había sido la persona que me había rayado el libro, y mas tarde la mujer con el bolso horrendo que gozaba asquerosamente con su crucigrama).

Así me transporté hasta el cuarto cuento, para ser mas exactos,”El Encuentro”, así se llamaba. Lo leí todo, resignado, hostigado por la pereza de los acontecimientos.

Finalicé aquel texto y cerré el libro dejando el dedo índice dentro.

Desenvolví el decimotercer caramelo de mente y con esa frescura de la menta y la mente, puse en la hoja que tiene el titulo del cuarto cuento:” Me parece que Borges duda”.

Y sentí lo que creo que sintió el hada al convertir a Pinocho en un niño de carne y hueso.

El Agente Furtivo

CRÓNICAS INDELEBLES


LA SIRENA RESECA.



La estrategia que utilizaba era embadurnarse bien las manos, provocando así el estancamiento del enjuague cremoso entre sus arrugas digitales.
Este era un procedimiento eufórico. La anciana se frotaba las manos, friccionando vivazmente, desparramándose la crema hasta llegar, en algunas oportunidades, hasta sus antebrazos.
Yo sabía cuales eran los días en que mi abuela sobrellevaba en su mente un trastorno del color de la tierra, una difamación del cotidianísmo. En esos días, el proceso de humectación de mi abuela llegaba a su punto rojo.
Recuerdo estar sentado a la mesa larga de su comedor, y ver de pronto, como un salpique, su cuerpo minúsculo y encorvado, saltando y moviéndose eléctrico de aquí para allá en busca de la redentora crema glucosa.

Cuando al fin hallaba la salvación, daba un suspiro de tranquilidad, se sentaba a uno de mis costados y silenciosamente comenzaba a frotarse la piel de las manos. Yo no la miraba con mis ojos, sabia el acontecer de estos sucesos con mi nariz. El olor repugnante de esa pomada me hacia estar al tanto del procedimiento y de cada milímetro de piel-abuela recubierta.
Como contaba; yo sabía cuales eran los días en que mi abuela padecía un mal inoportuno de exageración y glotonismo. Estos días eran cuando ella encontraba su cosmético y se empezaba a frotar... y a frotar, letárgicamente.
Iniciaba por sus manos, luego sus antebrazos, luego sus hombros descubiertos de verano, su cuello; hasta donde le llegaba las manos; la espalda, y finalmente su rostro. Sus cejas muchas veces aglomeraban pequeñas porciones de la espesura olorienta; las arrugas de su cara eran agrias grietas como ríos llenos de esa licuosidad.
Realmente un despropósito de la higiene, pensaba yo. Cansado de sentir ese tufo tan significativo. Aquella emanación de anciana.

Una de las últimas veces que fui a la casa de mi abuela ella estaba sufriendo uno de esos días malignos y, abatido por la insufrible propiedad del hedor, le pregunte porque se inundaba con ese humectante tan asqueroso. Ella no supo que contestarme con palabras, pero su rostro, estirado y brilloso gracias a este dichoso lustre me demostró con una sonrisa de niña indefensa, su goce.
Mi abuela gozaba con deleite libidinoso untarse medio cuerpo y todo el rostro.

En cambio yo, nunca pude superar la gracitud que dejaba en el mate, en las sábanas de las camas del cuarto en el que yo dormía; en las llaves del baño, en el cerrojo de la puerta, en el dedal que utilizaba para coser. Todo, absolutamente todo, tenía esa propiedad de plastilina, esa lubricación grasosa que se siente en la línea de los labios.
Presumo hoy, a una severa distancias de aquellos acontecimientos, que mi abuela creía que envejecer era secarse. Tengo la seguridad que la vieja sentía desaguarse con el correr del tiempo.
Por eso la manía de asearse constantemente con aquel dichoso refrigerio para su cuerpo. La monomanía de sentirse siempre seca, de sentirse morir puede llegar a estar vinculada con sus sueños recurrentes de que era una sirena joven y bella, y por siempre mojada.
También sospecho que esta extravagancia puede estar ligada a resentimientos sexuales, o simples desdichas de la misma facción.

El Agente Furtivo.